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miércoles, 29 de marzo de 2017

Impasible



Impasible ira pasando el tiempo hasta cuando me olvides, y ese será el día más triste de mi vida.

Gera


martes, 7 de julio de 2015

Te imaginé en París

Imaginé una mañana invernal a tu lado, caminando del brazo por el malecón del Sena hacia el puente de Alejandro III al que llegué solo, eso fue hace tiempo.

Me vi contigo en una visita a la tumba de Vallejo en el Cementerio de Montparnasse al que me fue imposible no llegar la última vez que visité París, siempre pensando en ti.

Imaginé una noche juntos en el barrio latino, bebiendo vino con la lluvia encima y la expectativa de volver a las velas de luz tenue con las que quise que se iluminaran nuestros sueños.

París hubiera sido el lugar perfecto para pedirte que camináramos juntos hasta el final.

Beto Pejovés 




domingo, 19 de abril de 2015

Un minuto, una eternidad

Que fuera si me diera un minuto; un minuto de ese amor que me hizo feliz; un minuto frente a mí que extraño tanto y tanto aquella mirada que iluminaba mi vida; aquella voz que recitaba palabras bonitas como solo los violines recitan el sonido angelical; y aquella paciente comprensión que atenuaba con ternura mis caprichos de vago emocional.

La conocí en la niñez y la amé por treinta años aún sin verla; luego fue mi cómplice en el amor desde aquel primer beso que nos refundió en la sublime pasión que aún me estremece; y hoy, el más bello recuerdo que me reconforta el alma en cada instante de mis días.

Que importaría vivir agónico si me diera un minuto para decir lo que requiere una eternidad; un minuto para ser justo porque injusto fui; uno solo para cantar su canción como hace tanto, cuando era niña y todo era ilusión.

Si un minuto yo tuviera, en un minuto le diría mi amor, con un gesto, una mirada, o tal vez con un beso si la dicha ella me diera. Y la luna, sonriendo entre las hojas batientes como impacientes amantes en pos del minuto ansiado, sería la muda testigo de que solo el amor puede convertir un minuto en toda una eternidad.

Beto Pejovés


martes, 3 de marzo de 2015

Sin mirarse

Como puede ser la vida de extraña, me dijo uno de los dos. Tan extraña como que dos seres que alguna vez fueron uno hoy se cruzan como absolutos desconocidos. 

Pregunté entonces. Desconocidos por el tiempo y la distancia? O simple cobardía de evitar cruzar sus miradas para no verse el alma que nunca miente. Cobardía mía fue, dijo triste, porque la duda del olvido hace mejor el reposo del dolor, y porque bastó sentir su aire para saberme vivo. Y alegría también dijo con leve sonrisa, porque por osados segundos vi sus deliciosos gestos y su andar de niña eterna, porque oí su voz desde lejos, porque fui inmensamente feliz al tenerla tan cerca.

Pasó detrás de mí sin yo verla comentó, pero al sentir su presencia volteé y era ella, que vestida de negro y con su particular andar se dirigió hacia la vitrina de los dulces. Con precaución detectivesca la vi a través del espejo que reflejaba su imagen y por fin tuve frente a mis ojos a la soñada que no logro arrancar de mi corazón; se veía tan dulce como los coloridos productos que escogía con infantil entusiasmo.

Al preguntarle por qué no se acercó a decirle hola, respondió que temió hacerlo por la desesperación que le hubiera causado no poderla besar, y por eso huyó del lugar. 

Beto Pejovés




domingo, 8 de junio de 2014

Una historia de la vida real

Una mañana buscaba con gran apuro la dirección que cuatro años atrás había anotado en alguna página del gastado cuaderno con tapa de cuero en cuyo interior abundaban ilegibles y desordenadas notas que dificultaban su empeño. De pronto, la concentración del momento se vio interrumpida al llegar a  la página del lunes 22 de marzo en la que encontró una detallada frase escrita con su puño que decía “16.01 pm - … me agregó!!”


Mientras contemplaba su hallazgo esbozó una melancólica sonrisa que lo sustrajo del mañanero apresuramiento y lo hizo retroceder en el tiempo hasta aquella tarde en la que se encontró virtualmente con ella desde la habitación del campus norteño que la universidad le asignaba cada vez que viajaba para dictar clases.

Ya absorto en aquel episodio recordó la curiosidad que lo embargó cuando al apretar el link “nuevos amigos” de su red apareció el bello nombre nórdico de la criatura que nunca olvidó; recordó la profunda emoción que sintió cuando encontró un grupo de fotografías en las que aparecía, siempre sonriente, siempre joven, siempre divina. “No han pasado los años por ti, recordó haber dicho exaltado mientras exploraba en todos los rincones de aquel jardín virtual en busca de más y más miradas y sonrisas de aquella mujer, de aquella niña que fue el amor de su vida.

Luego de navegar entre los recuerdos de lo mucho que sucedió después de la mágica tarde en el norte el hombre volvió a su presente, sabedor de que aquel inolvidable episodio ocurrido a las 4:01 pm del 22 de mayo de hacía cuatro años marcó un antes y un después en su vida. Comprendió en ese instante por qué le era inevitable sentir en cada sorbo del café caliente de su emblemática taza blanca el amargo sabor que le producía no haberla sabido amar como ella necesitaba y merecía.

Esa mañana reparó, a pesar de lo mucho que no la veía, en que la había perdido para siempre por su torpe proceder, pero también en que todo lo que vivió con ella fue un inmerecido premio de Dios. Fue entonces, que con la delicadeza de siempre tomó el marco de madera que reposaba sobre su vieja mesa para acariciar una vez más la fotografía que tenía de ella, sustrajo del cajón el viejo poemario en una de cuyas añejas páginas reposaba la rosa amarilla que alguna vez ella tocó, y entre suspiros le escribió esta canción.

Sólo caminaba por el mundo,
y una tarde de aquel marzo, la encontré.
Nos sentamos solos frente a frente,
y poco a poco, nos amamos, otra vez.

Un día de varios, nos miramos,
nos tocamos, nos besamos, y así fue.
La historia de amor eterno, de la bella y el labriego
que entre rosas mil canciones le escribió.

Una historia que ni el tiempo,
le arrancó de sus recuerdos
porque sueña con volvérsela,
volvérsela a encontrar.

Sola caminaba indiferente,
por la playa de los solos, y la vi.
El canto del viento y las gaviotas
le entonaban melodías
a su andar.

Un día de varios, nos miramos,
nos tocamos, nos besamos, y así fue.
La historia de amor eterno, de la bella y el labriego
que entre rosas mil canciones le escribió.

Una historia que ni el tiempo,
le arrancó de sus recuerdos
porque sueña con volvérsela,
volvérsela a encontrar.

Beto Pejovés




lunes, 3 de marzo de 2014

Reflexiones

Aquella noche de triste sábado pensaba sentado frente al antiguo escritorio de caoba mientras bebía mi café Kenya con la blanca tasa que quien hizo que mis otoños parecieran primaveras alguna vez me regaló. De la mano de Roussos, el bardo de Alejandría que llegó desde los cielos de la Grecia para cantarle a mi dolor, reparé en que mucho de aquello pudo ser diferente si cuando enfrenté situaciones complicadas hubiera iluminado mis inseguridades con siquiera una luz de prudencia; en que si cuando tomé ciertas decisiones hubiera hecho de lado esa maldita soberbia a la que ahora veo como algo diminuto frente a la humildad con la que debí engrandecer mi espíritu.

Esa noche de triste sábado entendí que el rural aroma del café africano en fusión con el "adiós amor adiós" del buen bardo y la tenue luz reflejada sobre la envejecida caoba eran los insumos perfectos para la meditada crítica sobre mis constantes errores, y la necesitada liberación del secreto llanto que me brotaba del alma. Recuerdo que miraba por la ventana aquel hermoso cielo estrellado que iluminaba el camino oscuro que parecía una pintura sin tiempo ni final sobre la que mi osada fantasía dibujaba el fino andar de mi amada cada vez que la buscaba en mi desesperanzada espera.

Esa noche de triste sábado entendí que el destinó me jugó con barajas de negros y rojos corazones, negros como la noche sin luna que ensombrecía mi andar, y rojos como el ardiente amor que alguna vez nos unió entre besos y caricias que no sabían de límites. Entendí que me llevó a su antojo desde el todo a la nada, y que en cada devenir apagó y encendió mi impredecible andar hasta sentenciarme con su ausencia desde la noche se fue sin decirme adiós.

Esa noche de triste sábado asumí con la copa del vino que sus labios esperó que la derrota podría ser mitigada si desempolvaba el apolillado Trilce de Vallejo para llorar sobre sus hojas de avanzada edad, aquellas hojas que desde la última noche que la vi cuidaron como fieles escuderas la rosa amarilla que sus manos tocaron para volverla eterna, como eterno será mi canto cuando me haya ido.

Beto Pejovés