lunes, 3 de marzo de 2014

Reflexiones

Aquella noche de triste sábado pensaba sentado frente al antiguo escritorio de caoba mientras bebía mi café Kenya con la blanca tasa que quien hizo que mis otoños parecieran primaveras alguna vez me regaló. De la mano de Roussos, el bardo de Alejandría que llegó desde los cielos de la Grecia para cantarle a mi dolor, reparé en que mucho de aquello pudo ser diferente si cuando enfrenté situaciones complicadas hubiera iluminado mis inseguridades con siquiera una luz de prudencia; en que si cuando tomé ciertas decisiones hubiera hecho de lado esa maldita soberbia a la que ahora veo como algo diminuto frente a la humildad con la que debí engrandecer mi espíritu.

Esa noche de triste sábado entendí que el rural aroma del café africano en fusión con el "adiós amor adiós" del buen bardo y la tenue luz reflejada sobre la envejecida caoba eran los insumos perfectos para la meditada crítica sobre mis constantes errores, y la necesitada liberación del secreto llanto que me brotaba del alma. Recuerdo que miraba por la ventana aquel hermoso cielo estrellado que iluminaba el camino oscuro que parecía una pintura sin tiempo ni final sobre la que mi osada fantasía dibujaba el fino andar de mi amada cada vez que la buscaba en mi desesperanzada espera.

Esa noche de triste sábado entendí que el destinó me jugó con barajas de negros y rojos corazones, negros como la noche sin luna que ensombrecía mi andar, y rojos como el ardiente amor que alguna vez nos unió entre besos y caricias que no sabían de límites. Entendí que me llevó a su antojo desde el todo a la nada, y que en cada devenir apagó y encendió mi impredecible andar hasta sentenciarme con su ausencia desde la noche se fue sin decirme adiós.

Esa noche de triste sábado asumí con la copa del vino que sus labios esperó que la derrota podría ser mitigada si desempolvaba el apolillado Trilce de Vallejo para llorar sobre sus hojas de avanzada edad, aquellas hojas que desde la última noche que la vi cuidaron como fieles escuderas la rosa amarilla que sus manos tocaron para volverla eterna, como eterno será mi canto cuando me haya ido.

Beto Pejovés

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